martes, 12 de agosto de 2008

El último segundo

El reloj se había parado. Todo estaba inmóvil. Las personas, el humo del cigarrillo, las burbujas de la cerveza, el tiempo detenido. El hecho estaba consumado, no había vuelta atrás. En menos de un segundo entendió que todo estaba perdido, que lo que creía su mayor don lo había enterrado en vida. Que nunca más volvería a ser como antes, si es que había un nunca más. Vio el comienzo de las cosas, el desencadenamiento de los hechos. La necesidad de salir a dar una vuelta, elegir ese bar al que siempre había despreciado, sentarse en esa mesa, la pregunta absurda, la mueca de sonrisa, la aceleración del pulso, el miedo que desenfrena, la mano en la campera, el grito de la chica y el estruendo mudo. Es cierto, no pasaba el tiempo, pero cada vez hacía más frío. Y las palabras, no pudieron completarse.

En el piso del bar, bañado en sangre, yacía muerto de un balazo.

martes, 29 de julio de 2008

El Diario


Dejó el cuchillo y la taza en la bacha, les pegó una lavada. Percibió el silencio alrededor, y se sentó a leer el diario de hoy. Página a página sintió los embates de la guerra, fue un soldado herido, un campesino despojado de su tierra, un miserable asesinado por unos centavos en Villa Celina, un desaparecido que recuperaba su identidad, una familia destrozada por un misil en segundos... Posó su mirada en los avisos fúnebres, estrella, cruz, cruz, estrella, cruz. En el cuarto de al lado, la noticia de mañana agonizaba de cinco puñaladas.

martes, 22 de julio de 2008

EL CUENTO DE AMOR MÁS BREVE Y LINDO DEL MUNDO

Había una vez un hermoso príncipe que le preguntó a la bella Princesa:

- ¿Te quieres casar conmigo?

Y ella le respondió:

- No.

Entonces el príncipe vivió feliz por muchos, muchos años, yendo a pescar, a cazar y a boludear todos los días con sus amigos.Tomaba mucha cerveza, vino y champaña, se ponía en pedo cuantas veces quería, jugaba al fútbol, al golf y comía caviar todos los días porque le alcanzaba la guita para eso y para mucho más.
Dejaba el saco tirado en la silla del comedor, le miraba el orto a todas las minas por la calle, tenia sexo con mujeres de la noche, vecinas y amigas, no tenía posibilidad de ser cornudo, no tenía que competir con vecinos y amigos por el mejor auto, la mejor casa, el mejor lugar de vacaciones, etc...
Se tiraba pedos a mansalva, meaba la tabla del baño con la puerta abierta, cagaba leyendo sin límite de tiempo, cantaba eructando y se recontrarrascaba bien los huevos, viendo fútbol hasta de la liga de Malasia todo el fin de semana. Y nunca nadie le rompía las pelotas. Fue feliz por muchos años.
Ah, me olvidaba. La princesa se casó con un gordo de 140 kilos, tuvo 14 pibes y se la pasó amamantando y cocinando hasta volverse vieja, gorda, arrugada y olorosa.

FIN

viernes, 11 de julio de 2008

Yo, en cambio, la conocí bastante

La conocí bastante, bah, “bastante”… lo suficiente digamos. Alta para ser mina, metro setenta y cinco ponele, un toque más baja que yo. Estaba bueno eso de la altura, para abrazar era cómodo, nada de dolores de cuello por ser cariñoso, ni incomodidad a la hora de poner las manos en algún lado.
Usaba unos jeans ideales, de esos que dejan entrever que protegen algo interesante pero que no son vulgarmente demostrativos. Además los bolsillos eran perfectos, cuando tuve un poco más de confianza fue genial, metía las manos en sus bolsillos y se acabó, descansaba y le tocaba el culo, más no se puede pedir. Pasa que yo siempre fui medio pelotudo con el temita de las extremidades, no me gusta que por torpeza termine tocándole la teta a una mina que nunca me va a creer que fue sin querer. Y también me conflictúa tener que cuidar mis manos todo el tiempo, no sé, es jodido ser caballero siempre. Pero con ella no había problema, por esto de la altura y porque pudimos entrar en confianza rápido, y eso que yo soy medio mañero para las relaciones eh.
La conocí bastante. La primera vez que la vi fue en una conferencia sobre el moco. Los dos estábamos representando a distintos grupos de investigación y el tema a tratar esa jornada era “las propiedades curativas del moco y su elevado valor lipídico”. Yo presenté una teoría por la cual se explicaba que la mucosa, al tener vasto contacto con las papilas gustativas, influye directamente en el sabor de las comidas. Es decir que el gusto de un plato de fideos, por ejemplo, está íntimamente ligado a la producción de moco de la persona. Desde esta perspectiva la frase “más rico que el moco” no solo que tomaba sentido, sino que se reafirmaba en el campo de los refranes científicos.
Ella, por su parte, tenía un stand instalado en el ala este del recinto desde el cual ofrecía cintitas emblema de la fundación para la cual trabaja “Instituto Nacional de Producción de Mucosa transparente” (INPMT). Desde allí se trabaja para que cada ser humano incluya en su dieta ciertos alimentos que tienden a volver al moco transparente. (Yo, que soy conocedor del tema, sé que la motivación final de la fundación es que el moco dejé de tener color así se confunde con la gelatina incolora y la venta de la misma suba considerablemente (teniendo en cuenta que no se arruinaría ni estornudándole encima)).
Allí la conocí a Natalia. Y como notarán ustedes, ávidos lectores, no es difícil entrar en confianza con una persona a la cual le tenemos que explicar que el gusto del champiñón es mejor si lo salteamos con aceite puro de mucosa nasal (cuya industria es furor en Suecia y Dinamarca pero aún no llega a la Argentina).
Y el romance se desató entre sus resfríos y los míos, y cuando quisimos darnos cuenta ya estábamos los dos con la cara tapada de gargajos ajenos y mezclando el moco de garganta con el de nariz y con la saliva salida de nuestros besos. La imagen es romántica, lo sé, pero lo que me enamoró fue su estatura, su metro setenta y cinco que me permitía abrazarla sin miedo a tocarle el culo sin permiso. Qué linda relación la que tuve con Natalia. Lástima que se haya muerto producto de una congestión nasal, pero bueno, supongo que esas son las cosas locas de la vida ¿no?, las tan famosas ironías.
Al menos puedo decir que la conocí bastante, eso sí, la conocí bastante.

jueves, 10 de julio de 2008

No la conocí mucho

No la conocí mucho. Pelo rojizo, ojos claros. Anteojos grandes. Oscuros. Redondos. La nariz alargada. Con forma de garfio. Con la curva hacia abajo sobre la punta. Tenía cara ancha. Más a la altura de los ojos. En el medio. Como un huevo. Pero no. Tan alargada no. Tenía muchas arrugas. Pero piel fresca. Como una fruta de estación. Un durazno. O un pelón. Usaba tapados de piel. A veces. Vestía ropa de gente vieja. Negra. Colores fríos. Silenciosos. Y usaba zapatos de fiesta. Pero no. No eran de fiesta. Parecían. A veces estaba en pantuflas. Cuando las arrastraba, sabías que estaba ella. “Sliz, sliz, sliz”. Iba lustrando el parquet del pasillo. Daba la impresión. Sino estaba sentada en el sillón. En el living. Siempre estaba ahí. En silencio. Era callada. No decía más que lo necesario. No la conocí mucho. Capaz porque era vieja. Tenía 93 años. Es decir, era bastante grande. Vivía con su hijo, Dante. Conmigo hablaba escasas veces. Casi nada. Sabía poco sobre ella. Era muy católica. Iba a misa. Siempre. Rezaba mucho. Horas. Tenía una bendición del Papa. Y una colección de estampitas de santos. San Nicolás de Bari. Era descendiente de italianos. Cocinaba pastas. Supongo que por eso. No la conocí mucho. Le decían Ita. O “La Ita”. Capaz por italiana. Pero no. No creo. Un amigo mío le decía Heladita. Nos causaba gracia. Pero no era gracioso. Qué se yo. Se llamaba Carmen. Carmen Labriola. Era grande. Muy grande. No sé más que esto. Nació. Vivió. Murió. Murió. Pero no la conocí mucho.

miércoles, 2 de julio de 2008

La parábola de los talentos

El verano comenzaba a hacerse notar en la temperatura de los días. El calor cada vez más abrazante, el viento seco y polvoriento, y la aridez del panorama indicaban que pronto comenzaría la estación estival, y con ella las merecidas vacaciones de Martín Noble de Anchorena.

Es que, es cierto, el Don se esforzaba mucho, eso no se puede negar. Los gauchos siempre veíamos como, sin tener la obligación, arrancaba bien temprano y salía con el zaino a revisar todos los corrales e ir al compás de la cosechadora, para acopiar la mayor cantidad de granos y así tener un buen rinde. Después se iba en la chata al centro para comprar lo que faltara. En Lobos lo quería todo el mundo al hombre. Y a la tarde, después de la siesta, volvía al ruedo para seguir trabajando hasta bien entrada la noche.

Todo esto lo hacía –y lo hace– sabiendo que si se iba para la ciudad a disfrutar de sus cobres, logrados con mucho trabajo, y olvidarse de las obligaciones, nadie le podría ni ladrar. Pero se ve que le gustaba el campo, y le debe seguir gustando.

Sin embargo, el último verano cambió todo. Con Astor y Bartolomé teníamos una relación llevadera, de criollos entendidos. Nada de otro mundo, pero nunca habíamos tenido problemas, ni de polleras ni de monedas. Sabíamos pasar tardes arriba de los alazanes arreando las ovejas o buscando algún cordero perdido; desparasitando; o jugando partidas de truco eternas los días de tormenta. Ni hablar de los asados, o de las charlas, de mate bien amargo, en que uno desconocía cuando empezaban y cuando terminaban. Pero como todo hombre de campo, no tenía una relación más allá de eso. Don Anchorena nos encomendaba, casi siempre, los quehaceres a los tres juntos, y eso nos había llevado a conocernos bastante bien.

De los tres, Astor era el más responsable. Era difícil entender cómo es que hacía siempre todo tan perfecto. Bartolomé también era un laburante digno, siempre dispuesto al trabajo, pero algo débil. Y yo, sin dudas, el más holgazán. Pero no de mal gaucho, ni vago por naturaleza. Lo que pasa es que cuando todo anda tan bien en los pagos, es complicado esforzarse más de lo debido.

La cuestión es que el patrón nos llamó a los tres y nos dio a cada uno cosas distintas, antes de salir de viaje. A mí me dio una bolsa de trigo, poca cosa al lado de los cinco toros y los dos corderos que recibieron los otros peones. Pero para no hacer barullo ni recular, decidí ni chistar ni relinchar, y al salir para el puesto dejé la bolsa escondida en el galpón, cosa de no perderla.

A los tres meses don Anchorena volvió y nos reunió a todos en el casco. Estaba manso porque por primera vez en mucho rato tenía el convencimiento de haber hecho bien las cosas. Pero cuando vi llegar al Astor con los toros y con cinco fardos en la chata, y a Bartolomé con dos tranqueras además de los corderos, caí en la cuenta de que la decisión de esconder el trigo no había sido la mejor. Ahí nomás Don Martín empezó a corcovear, me insultó de lo lindo, me dijo de todo menos bueno. Me culpó por haber sido cobarde y estúpido. Me quitó el trigo y me echó.

Desde entonces me pregunto todos los días si hice bien en no retobarme y asestarle una respuesta, para rajarme nomás. Hoy tengo trabajo, pero a veces hay que ladrar de pobre para poder ganar un cobre. Y peor aún, sigo sin esforzarme.

lunes, 30 de junio de 2008

La gente muere muy seguido

El pasado martes un perro murió. Sorprendido en un tiroteo encontró una bala perdida que le mostró su destino y se sacrificó en pólvora. Nadie se detuvo a lamentarse, no hubo premios ni castigos. No salió en las noticias y nada lo lloró. Yo tampoco.
El perro no tenía familia, ni dueño, ni casa. Era sólo un perro callejero que, a decir verdad, poco me importa. Pero lo tomo como recurso para escribir esta historia, sobre la gente que no le importa al mundo y que muere por él.

Sonriendo sonrió, pero no era una risa contagiosa, sino inmunda. Generaba asco y fue por eso que decidí matarlo. Qué puede darle al mundo una persona que es desagradable, aun riendo.

“Sabés que te quiero, ¿no tonti?”, eso fue lo último que dijo Mercedes. Quizás fui un poco drástico, pero no podía permitir que una mujer degrade a su raza, despojándola de lo único que maneja a la perfección, la sutileza. La maté porque ella mataba al suspenso. Se lo merecía.

Esa persona, que debía cobrarme la boleta de la luz, creía estar ocupada en cosas importantes, y con el celular en su oído me ignoraba. Yo ignoré los principios básicos de una sociedad y después de arrojarle el celular al piso, la mate. Si no fuera porque estaban anonadados y asustados, la gente me hubiera aplaudido.

Soy, sin duda, un criminal que merece un monumento. Soy un héroe posmoderno: no muero por mi causa, mato por ella. Que el sacrificio lo hagan otros, a mi me alcanza con la gloria que yo sé merecer.

lunes, 23 de junio de 2008

Pensar, decir y hacer

En el mundo hay distintas clases de personas. Filósofos, sociólogos y pensadores se arrojaron a discriminar diferentes clasificaciones que existen del ser humano, con profundizaciones teóricas, tecnicismos propios de intelectuales y todo tipo de dificultades muchas veces, valga la redundancia, difíciles de entender (innecesarias).

En este caso, me tomé el atrevimiento de realizar una suerte de escalafón, o simple enumeración de, a mi parecer, las distintas personas con las que nos podemos cruzar en la vida.

Para comenzar esta guía clasificatoria, habría que realizar una división entre tres de los principales mecanismos ejercidos por todos los hombres y mujeres –al menos, ojalá así fuera– en cada acontecimiento de su vida: Pensar, decir y hacer. Porque nadie actúa de la misma manera en un asado con amigos/as que en una cena con los suegros.

Pensar, decir y hacer será entonces el primer molde. Inversamente, todos hacemos cosas, algunos más otros menos. En menor medida, casi todos decimos cosas. Y ya en casos aislados, muy pocos piensan cosas. Pero como está tan de moda por estos días la generalización innecesaria, diremos que las personas piensan, dicen y hacen cosas. La cuestión a desarrollar es la coincidencia o, en su defecto, la incompatibilidad de estas tres acciones.

Entonces nos encontramos, entre diversas combinaciones, ante cinco posibilidades que pasó a desarrollar.

Están los que piensan algo, lo dicen y actúan conforme a ello. Son las personas leales, legítimas, fieles a sus convicciones. Seres nobles y honrados.

En otro escalón se encuentran los que hacen lo que dicen, es cierto, pero piensan otra cosa. Actúan de una manera conforme a sus palabras, pero en su cabeza se da la contradicción. Allí se hace presente la deslealtad, pero con uno mismo. Es la propia persona la que se traiciona.

A diferencia de estos últimos, están los que hacen exactamente lo que piensan, sin embargo, dicen otra cosa. Esta clase de seres no sólo es mentirosa y falsa, sino que es indeseable.
Para finalizar, existen dos paradigmas más, en un nivel distinto a los antes mencionados (probablemente por debajo). Por un lado, los que dicen lo que piensan, pero hacen otra cosa. Tan difíciles de interpretar son, que los ubico en el molde de “pelotudos”. Y por otro lado, los que piensan de una manera, dicen otra cosa, y hacen cualquier otra. En este final, hago partícipes a los mental y psicológicamente desordenados. O simplemente, locos.

Sin más, los despido a ustedes leales, traidores sí mismos, falsos, pelotudos y dementes.

jueves, 19 de junio de 2008

Preguntas

¿Pensar es extrañarte, o es sólo una condición abominable que se instaló en mi cabeza? Si ahora siento que no te tengo no me tengo que preocupar, si cuando te tenía me faltabas. O peor, me sobrabas. ¿Pero por qué la cabeza juega con nosotros, y pone a los recuerdos en un sube y baja?
Ahora lo veo. Todo es tan perfecto como en una película de los ´80, llena de clichés. Las sábanas tibias a la mañana. La frazada no está, te la envolviste por el cuerpo para ir al baño porque odias caminar desnuda por la casa. Tu ropa tirada por todo el cuarto. No te importa que se ensucie, porque te vas a poner mi camisa y me vas a decir que te encanta tener mi perfume en tu cuerpo. Y los dos sabemos bien que no tengo olor a perfume, pero vos insistís con que es ese olor a mí. Y hasta me lo creo.
Después viene el enojo porque prendí la tele. Reclamás un abrazo como condición para la amnistía y la guerra pasa a ser otra. No sé como conseguís que en una mañana tan fría no necesite abrigarme. Toda la casa entra en clima, el de tu ritmo.

Pero no. No pensaba esto esa noche, cuando a la una y media se te ocurrió llamarme porque no había ido a la casa de tu amiga. ¿Y qué carajo iba a hacer yo ahí? Si mi relación con tus amigas es clara y recíproca. Si es de tu conocimiento que nos odiamos mutuamente, ¿por qué voy a ir a estirar los labios y fingir una sonrisa innecesaria, contando los minutos para irme? Si sabías que todos mis amigos se juntaban a comer, ¿cuál era la necesidad que me lleves a un lugar tan extranjero para mí? ¿Por qué todo hay que solucionarlo en ese momento? Tu adicción a hablar por teléfono no la vi ni en un documental, y te cuesta aceptar que el celular es una vía de comunicación, no un hobby. Y si acaso para vos lo es, ¿qué parte no entendías que para mi era una tortura?
Claro que no pensaba eso, pero ahora, cuando el sol se esconde debajo de ese edificio que nos cubría con su sombra, prendo la luz para olvidarte. La casa está fría, y la ropa ordenada. Ya me olvidé como es el olor a mí.