No la conocí mucho
No la conocí mucho. Pelo rojizo, ojos claros. Anteojos grandes. Oscuros. Redondos. La nariz alargada. Con forma de garfio. Con la curva hacia abajo sobre la punta. Tenía cara ancha. Más a la altura de los ojos. En el medio. Como un huevo. Pero no. Tan alargada no. Tenía muchas arrugas. Pero piel fresca. Como una fruta de estación. Un durazno. O un pelón. Usaba tapados de piel. A veces. Vestía ropa de gente vieja. Negra. Colores fríos. Silenciosos. Y usaba zapatos de fiesta. Pero no. No eran de fiesta. Parecían. A veces estaba en pantuflas. Cuando las arrastraba, sabías que estaba ella. “Sliz, sliz, sliz”. Iba lustrando el parquet del pasillo. Daba la impresión. Sino estaba sentada en el sillón. En el living. Siempre estaba ahí. En silencio. Era callada. No decía más que lo necesario. No la conocí mucho. Capaz porque era vieja. Tenía 93 años. Es decir, era bastante grande. Vivía con su hijo, Dante. Conmigo hablaba escasas veces. Casi nada. Sabía poco sobre ella. Era muy católica. Iba a misa. Siempre. Rezaba mucho. Horas. Tenía una bendición del Papa. Y una colección de estampitas de santos. San Nicolás de Bari. Era descendiente de italianos. Cocinaba pastas. Supongo que por eso. No la conocí mucho. Le decían Ita. O “La Ita”. Capaz por italiana. Pero no. No creo. Un amigo mío le decía Heladita. Nos causaba gracia. Pero no era gracioso. Qué se yo. Se llamaba Carmen. Carmen Labriola. Era grande. Muy grande. No sé más que esto. Nació. Vivió. Murió. Murió. Pero no la conocí mucho.
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