miércoles, 2 de julio de 2008

La parábola de los talentos

El verano comenzaba a hacerse notar en la temperatura de los días. El calor cada vez más abrazante, el viento seco y polvoriento, y la aridez del panorama indicaban que pronto comenzaría la estación estival, y con ella las merecidas vacaciones de Martín Noble de Anchorena.

Es que, es cierto, el Don se esforzaba mucho, eso no se puede negar. Los gauchos siempre veíamos como, sin tener la obligación, arrancaba bien temprano y salía con el zaino a revisar todos los corrales e ir al compás de la cosechadora, para acopiar la mayor cantidad de granos y así tener un buen rinde. Después se iba en la chata al centro para comprar lo que faltara. En Lobos lo quería todo el mundo al hombre. Y a la tarde, después de la siesta, volvía al ruedo para seguir trabajando hasta bien entrada la noche.

Todo esto lo hacía –y lo hace– sabiendo que si se iba para la ciudad a disfrutar de sus cobres, logrados con mucho trabajo, y olvidarse de las obligaciones, nadie le podría ni ladrar. Pero se ve que le gustaba el campo, y le debe seguir gustando.

Sin embargo, el último verano cambió todo. Con Astor y Bartolomé teníamos una relación llevadera, de criollos entendidos. Nada de otro mundo, pero nunca habíamos tenido problemas, ni de polleras ni de monedas. Sabíamos pasar tardes arriba de los alazanes arreando las ovejas o buscando algún cordero perdido; desparasitando; o jugando partidas de truco eternas los días de tormenta. Ni hablar de los asados, o de las charlas, de mate bien amargo, en que uno desconocía cuando empezaban y cuando terminaban. Pero como todo hombre de campo, no tenía una relación más allá de eso. Don Anchorena nos encomendaba, casi siempre, los quehaceres a los tres juntos, y eso nos había llevado a conocernos bastante bien.

De los tres, Astor era el más responsable. Era difícil entender cómo es que hacía siempre todo tan perfecto. Bartolomé también era un laburante digno, siempre dispuesto al trabajo, pero algo débil. Y yo, sin dudas, el más holgazán. Pero no de mal gaucho, ni vago por naturaleza. Lo que pasa es que cuando todo anda tan bien en los pagos, es complicado esforzarse más de lo debido.

La cuestión es que el patrón nos llamó a los tres y nos dio a cada uno cosas distintas, antes de salir de viaje. A mí me dio una bolsa de trigo, poca cosa al lado de los cinco toros y los dos corderos que recibieron los otros peones. Pero para no hacer barullo ni recular, decidí ni chistar ni relinchar, y al salir para el puesto dejé la bolsa escondida en el galpón, cosa de no perderla.

A los tres meses don Anchorena volvió y nos reunió a todos en el casco. Estaba manso porque por primera vez en mucho rato tenía el convencimiento de haber hecho bien las cosas. Pero cuando vi llegar al Astor con los toros y con cinco fardos en la chata, y a Bartolomé con dos tranqueras además de los corderos, caí en la cuenta de que la decisión de esconder el trigo no había sido la mejor. Ahí nomás Don Martín empezó a corcovear, me insultó de lo lindo, me dijo de todo menos bueno. Me culpó por haber sido cobarde y estúpido. Me quitó el trigo y me echó.

Desde entonces me pregunto todos los días si hice bien en no retobarme y asestarle una respuesta, para rajarme nomás. Hoy tengo trabajo, pero a veces hay que ladrar de pobre para poder ganar un cobre. Y peor aún, sigo sin esforzarme.

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