La gente muere muy seguido
El pasado martes un perro murió. Sorprendido en un tiroteo encontró una bala perdida que le mostró su destino y se sacrificó en pólvora. Nadie se detuvo a lamentarse, no hubo premios ni castigos. No salió en las noticias y nada lo lloró. Yo tampoco.
El perro no tenía familia, ni dueño, ni casa. Era sólo un perro callejero que, a decir verdad, poco me importa. Pero lo tomo como recurso para escribir esta historia, sobre la gente que no le importa al mundo y que muere por él.
Sonriendo sonrió, pero no era una risa contagiosa, sino inmunda. Generaba asco y fue por eso que decidí matarlo. Qué puede darle al mundo una persona que es desagradable, aun riendo.
“Sabés que te quiero, ¿no tonti?”, eso fue lo último que dijo Mercedes. Quizás fui un poco drástico, pero no podía permitir que una mujer degrade a su raza, despojándola de lo único que maneja a la perfección, la sutileza. La maté porque ella mataba al suspenso. Se lo merecía.
Esa persona, que debía cobrarme la boleta de la luz, creía estar ocupada en cosas importantes, y con el celular en su oído me ignoraba. Yo ignoré los principios básicos de una sociedad y después de arrojarle el celular al piso, la mate. Si no fuera porque estaban anonadados y asustados, la gente me hubiera aplaudido.
Soy, sin duda, un criminal que merece un monumento. Soy un héroe posmoderno: no muero por mi causa, mato por ella. Que el sacrificio lo hagan otros, a mi me alcanza con la gloria que yo sé merecer.