Todas las mañanas, Felipe, se arrepiente de haberse rendido tan rápido la noche anterior en la batalla contra su persiana que nunca quiere cerrar bien. El resultado es siempre el mismo: la luz de un sol radiante, o algún brillo intenso, atraviesa el ventanal y da justo en la cara de Felipe que no sabe dormir con luz.
Ya mal humorado, como cada una de las mañanas en las se levanta en su casa, Felipe se sienta sobre la cama, con el cuerpo acurrucado y ofendido. Después de un rato se pone de pie, bosteza forzosamente (como si fuera una necesidad de quien despierta cuando lo
es, en realidad, de quien tiene sueño), y se va al baño. En el trayecto se golpea el dedo meñique con la pata de una mesa ratona que el día anterior no estaba allí -el jura que no estaba allí-. Putea al aire y a su hermano, si es que pasa cerca en ese momento. Entre ese golpe y la llegada al baño odia al mundo por no haberle regalado más minutos bajo las sabanas al despertar (ignora que esos momentos son valiosos sólo porque escasean).
Ya con el agua golpeándole el rostro, todo toma color. El hermano deja de ser tan odioso y la boca (a fuerza de buches) abandona la tempestad del mal aliento.
En calzoncillos, boxers livianos que brinden libertad al dormir, se dirige a la cocina. "Buen día, Felipe", escucha desde algún lado pero aún no están las cosas como para ser cordial. Durante la hora que sucede al amanecer es legal detestar a la sociedad.
Felipe sigue con su rutina entonces: toma una taza de la alacena, abre la heladera, agarra la leche, pone la taza dentro de la heladera y la cierra. Al instante se da cuenta de que aún duerme y maldiciendo su estupidez abre el refrigerador, recupera la taza y deja todo en la mesa. Busca la cuchara, luego el chocolate (el café aceleraría la llegada a la lucidez y no es el objetivo), prepara su chocolatada y se dispone a tomarla.
Una vez sentado le agarra antojo de tostadas y vuelve a levantarse mientras se pregunta por qué no se le antojaron antes de sentarse. El fin, lo supera. Llega a la heladera nuevamente, la abre y busca el pan lactal. No lo encuentra hasta que llega al fondo del contenedor y descubre un paquete que amaga a estar vacío, lo toma. Se encuentra con la noticia más atroz de su mañana: solo queda la tapa, la desgraciada y huérfana tapa.
Felipe suspira, se define en ese preciso momento todo su destino, su identidad, su persona. Él sabe del dilema y del honor. Ni por un segundo cree que esa es una decisión menor. ¿Quién es Felipe? Se define en ese recorte del tiempo donde lo sublime y lo patético se enfrentan cara a cara.
Felipe suspira, llora un llanto soñoliento, y estira su mano hacia el macabro acto de acceder, de conformarse. Felipe aceptó la membresía y sabe la condena. Con el cartel en la frente se prepara su tostada y termina el desayuno. Se viste, busca sus cosas y sale de su casa. Busca la llave, abre la puerta y dispone sus pies a la partida pero nada será entonces lo mismo. Desde ese día y desde esa decisión, Felipe, ya no sale a la ciudad o a la calle, no. Porque desde ese día, ese hombre, sale al concurrido y siempre estable "Club de Los Cretinos", el mismo que puede tenerlo a usted, lector, como miembro fundador.